P(AL)abra Dominic(AL): ¿Alianza Lima es el Perú?

Siempre o casi siempre que un hincha aliancista es consultado sobre si prefiere el éxito de su equipo o el de la Selección se decanta súbitamente en favor del primero. ¿Esta actitud mayoritaria tiene fundamento histórico? Veamos.

La fama del Alianza era un hecho indiscutible antes del primer llamado a una selección de fútbol (1924). Por logros deportivos, arrastre popular y poderío futbolístico, los victorianos eran el único cuadro de origen barrial en alcanzar la valoración de equipo grande.

Al equipo fundado en el barrio de Chacaritas le costó mucho llegar a ocupar ese sitial. El juego brusco de sus integrantes lo indispuso ante un sector de la prensa deportiva, que llegó al extremo de pedir que se le prohíba participar en eventos internacionales.

Convengamos que el grueso del plantel aliancista no estaba integrado por estudiantes u obreros, sino por prestadores de servicios sin vínculo de dependencia que podían invertir su tiempo en autoformarse como futbolistas y, de esa manera, tratar de mejorar sus ingresos.

Esta cualidad suponía una ruptura con el proyecto oligárquico post Guerra del Pacífico, que planteaba la masificación del deporte como una estrategia de disciplinamiento social para inculcar los valores de un nacionalismo a la que los sectores populares eran indiferentes.

¿Cobrar por practicar un deporte? Imposible. Para la oligarquía el deporte debía hacerse por amor, para consolidar una disciplina personal a partir de la asimilación de ciertas reglas o como complemento de las capacidades desarrolladas en el ejercicio de otro oficio o profesión.

En esa perspectiva, el carácter rupturista del proyecto aliancista no se explicaba solo por el origen barrial de sus integrantes, sino por su tendencia a profesionalizar la práctica del fútbol a través de una estructura organizativa que privilegiaba la competitividad.

Así, mientras el poder pensaba en términos de disciplina y peruanidad, los sectores populares lo hacían en clave de sobrevivencia y comunidad. Y eso era Alianza Lima: una hermandad, un afecto real y, digámoslo también, un ejemplo de unidad dentro de un país inconexo.

El gran José María Lavalle, por ejemplo, se autopercibía y autoafirmaba íntimo y aliancista antes que peruano, pues fue en el club victoriano donde encontró la comunión, el respeto, la confianza y el reconocimiento que un país marcadamente racista le negaba por ser negro.

Alianza Lima no era el Perú, el proceso intercultural que le dio forma iba a contramarcha de lo que sucedía en el país. De ahí la enorme carga identitaria que fluía de cada de uno de sus futbolistas, quienes manifestaban públicamente su deseo de no alejarse nunca del club.

Porque, bueno es recordarlo, el aliancismo como hecho cultural y afectivo surge a causa de los vínculos establecidos por su plantel de jugadores, quienes desarrollaron dinámicas de convivencia y supervivencia que luego fueron replicadas por sus hinchas y simpatizantes.

“Pero no solamente nos preocupábamos por el fútbol –declaró Adelfo Magallanes-, también nos interesaba tener un local, por eso en algunas oportunidades nosotros mismos ayudábamos a pagarlo, con parte de los porcentajes que nos tocaba. Igual con los uniformes”.

Es en ese contexto que se da el famoso episodio de la suspensión perpetua de siete futbolistas victorianos por negarse a representar al Perú en el Torneo Sudamericano de 1929. Un acto de afirmación identitaria que para algunos críticos alcanzó niveles de traición a la patria.

Y no era para menos, los Negros del Alianza Lima retaron al establishment oligárquico, que articulaba autoridades políticas, deportivas y medios de comunicación, y lo llevaron al límite de pedir duras sanciones que sienten precedente para futuros casos de rebeldía.

Lo cierto es que a los aliancistas no les era indiferente representar al país, ya lo habían hecho en 1924 y 1927, pero esta vez había conciencia de la improvisación que rodeaba el proyecto de Selección y decidieron concentrarse en el fortalecimiento de su proyecto institucional.

Conocidas las sanciones, no hubo drama. Mientras el Perú oficial fracasaba estrepitosamente en Buenos Aires, el Alianza Lima se presentaba bajo el seudónimo de Los Íntimos en las zonas periféricas de Lima para revivir viejas tradiciones y mantenerse en rigor de competencia.

Pero, ojo, Villanueva y compañía ya no eran la tira de muchachos que visitaba las haciendas para ganar dinero merced a sus cualidades futbolísticas, sino los integrantes del vigente bicampeón del balompié capitalino, por lo que cada viaje alcanzó ribetes de fiesta nacional.

La oligarquía quería para el país algo que el Alianza Lima ya exhibía con orgullo: sentimiento de identidad, costumbres arraigadas y fe en un destino común. Bajo esa perspectiva, dispuso que su establishment negocie el retorno de Los Íntimos a la competencia oficial.

Pactada la vuelta, los victorianos derrotaron de manera consecutiva al Atlético Tucumán (3-0), la Federación Universitaria (2-0) y la Selección peruana (2-0), en juegos programados para financiar el viaje del representativo nacional al Mundial de Uruguay.

Y nótese la paradoja, un club de origen barrial, de bases comunitarias, racializado por su forma de juego y proscrito por sentar las bases de la profesionalización del fútbol peruano, terminó sosteniendo la aventura del establishment que lo consideraba al margen de sus valores.

Por ello, hincha blanquiazul, no tema decir que prefiere a su Alianza Lima sobre la Selección peruana, porque está claro que como hecho cultural y afectivo el aliancismo es preexistente a la peruanidad, que tal como la concebía su creador, Víctor Andrés Belaunde, sigue siendo solo una aspiración.

Por: Adhemir Fanárraga Pichilingue (@adhemirmartin)
Autor: Primero Buenos Amigos

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